El hombre y el corzo: La doble mirada del reconocimiento.

[Reseña del libro El hombre corzo. Geoffroy Delorme. Capitán Swing. Madrid. 2021]

…aunque se trate solo de un pajarillo, puedo contemplarlo largo tiempo con deleite; incluso a una rata de agua, a una rana; ¡pero mejor todavía a un erizo, a una comadreja, a un corzo, a un ciervo! Que la contemplación de los animales nos solace tanto tiene que ver principalmente con el hecho de que nos alegra ver nuestra propia esencia ante nosotros de una forma tan simplificada.”

Arthur Schopenhauer

El libro de Delorme es un libro delicioso, pleno de sentido cuya belleza moral, estética, y su capacidad para permitir el conocimiento y el autoconocimiento se engranan de una manera casi perfecta.

En el texto que narra la experiencia de un niño perturbado por la crueldad de la vida en sociedad que decide penetrar en el misterio del bosque, se plantean las grandes preguntas del hombre comprendido y auto-comprendido como animal y del animal observado desde el hombre y desde las bases intuitivas de lo sociobiológico. Y todo con una narración plenamente poética cuyas descripciones parecen dibujar ante nuestro rostro los hechos, los rincones y olores del bosque que el autor evoca con un frescor descriptivo poco usual. Sin conocer la versión francesa ni la lengua de Molière podríamos apostar que gran parte del mérito de que el libro respire tan poéticamente -al menos en la versión castellana- es de su traductora.

La actualidad de la obra es manifiesta por varias razones: la crisis ecológica, el conflicto permanente entre lo natural y lo social humano, el encanto y la fascinación permanente que ejerce el bosque… pero hay un elemento quizá más prosaico que justifica esta actualidad: Cada vez es más frecuente, en muchos rincones de España, y en muchas ocasiones, en las zonas más cercanas a las grandes poblaciones, encontrar al corzo con cierta asiduidad.

Pero ¿Cómo miramos al corzo y por qué nos fascina? ¿Cuál es el origen de la fascinación que produce? ¿Qué simboliza? ¿Qué sutiles diferencias lo desvinculan del tótem ciervo? Este libro puede aportar algunos elementos para responder estas cuestiones.

El autor del libro vivió de una manera casi permanente, durante siete años, con corzos a los que bautizó y con los que estableció lazos afectivos, sociales e instintivos. La narración de esta vida de inmersión en el bosque plantea muchas preguntas no siempre con una respuesta fácil pero sí necesarias e inevitables:

¿Cuál es o debe ser el lugar del ser humano en el mundo natural? ¿Es posible llegar a desvincularse completamente de la sociedad? Si así fuese: ¿Es deseable o necesario, al menos de forma temporal, para posibilitar un acercamiento a nuestro origen natural y primario?

El bosque queda dibujado por el autor del libro como un lugar de acogimiento frente a las habituales obligaciones humanas. En la Soledad que busca y acoge al protagonista del libro, éste no se siente particularmente solo sino profundamente acompañado por primera vez en su vida. El autor alcanza una plenitud espiritual, a pesar del sufrimiento y las dificultades extremas, que tiene como origen el deseo de “estabilidad moral” como él mismo define su propio anhelo. Sin embargo, la experiencia le aporta mucho más: Lucidez sobre el destino humano, re-conocimiento de sus habilidades naturales y de supervivencia básica, ya perdidas, austeridad material, renuncia al utilitarismo y la industrialización de lo natural, una serenidad casi trascendente y una comprensión profunda del habitar que se centra en dos preposiciones que dan sentido al mundo en y con: Agudizar el estar-con y el Ser-en. Estar y ser ganan entidad en esta experiencia inmersiva. El propio autor escribe: “debo aprovechar esta oportunidad de ser en vez de hacer o pensar”.

¿Puede haber moralidad, bondad, afecto en el mundo animal o siempre este supuesto descansa sobre cierto antropocentrismo que interpreta la vida moralmente? ¿Del mismo modo puede hablarse de libertad en el mundo natural? Estas preguntas están presentes en el libro. El autor actúa como uno más del grupo cuando advierte a sus miembros de la proximidad y el peligro de las batidas de caza o cuando salva varios corcinos de depredadores o peligros, pero en ocasiones parece saber que no puede hacer nada contra las leyes de la naturaleza y que además la vida en el bosque esta más allá de lo moral. “El bosque no es ni bueno ni malo simplemente nos obliga a cuestionarnos continuamente” escribe el autor en un fragmento profundamente nietzscheano.

El bosque es un lugar sagrado, desconocido y misterioso para el hombre porque lo desconoce y paradójicamente ese desconocimiento es la condición que posibilita la supervivencia de muchas de sus especies. El acercamiento al otro, no ya social, estético o antropológico sino entre especies provoca un reconocimiento mutuo y una familiaridad que nos hace pensar y nos enriquece.

El corzo es uno de los pocos mamíferos más cercanos a nosotros que a pesar de evitar al hombre siempre que puede sostiene su mirada y practica cierta curiosidad directa hacia él. Cuando paseando por un bosque o un camino cercano encontramos un corzo, éste puede huir, advertir con ladridos del peligro o mostrar cierta agresividad dependiendo del momento del año y de sus hormonas, pero también, en otras ocasiones puede sentir curiosidad y mirarnos. En ese momento de encuentro y de reconocimiento, el corzo sale de su vida salvaje para ser social fuera de su grupo y el hombre sale de su ser social para ser salvaje sin poder dejar de proyectar todo lo humano (en el noble sentido de la palabra)  que lleva en él. Esa mirada doble nos acerca y nos separa y supone un momento de un profundo simbolismo; Un reconocimiento ritual y casi religioso.

El autor del libro afirma que el corzo es capaz de sentir y de oler nuestras emociones, nuestro olor característico, nuestras intenciones, “nuestra bondad”… Pocas veces una expresión, tan lejos del lenguaje estrictamente científico fue a la vez tan certera y poética. Al hablar de una bondad que se huele uno imagina una ética del olor que desbanque para siempre los habituales tratados de moralidad y las sesudas disquisiciones de los catedráticos de Ética.

Mención aparte merecen las fotografías del autor que contiene el libro. Todas ellas, en blanco y negro, tienen una marcada singularidad, tanto en lo retratado como en el retratista. Son retratos emocionales que rescatan, en palabras del autor, la amistad con cada uno de los animales y corzos con los que convivió en el bosque. La luz, el contraste, los ojos oscuros y tiernos de algunos corcinos y de los principales amigos del autor, poseen una veracidad conmovedora que acaba por trascender el lenguaje. Curiosamente, el autor del libro, en uno de sus fragmentos advierte de que la inmersión entre los corzos supone desvincularse de los códigos de la vida humana. Se incluye aquí el lenguaje. La comunicación directa, instintiva, táctil, corporal, visual se hace imprescindible. “Hablo muy poco para dejar espacio a mi intuición” escribe Delorme. Esta es otra de las lecciones del libro. Vivir como animales implica otro modo de ser, de sentir y de ver y por supuesto de comunicarse.

¿Por qué se produce, en la actualidad, esa proliferación y ese acercamiento de los corzos a las zonas habitadas por los hombres? El autor es claro al respecto: El cambio de los cultivos, la desaparición del bosque comprendido como lugar de acogimiento y aprovisionamiento y su conversión casi absoluta en cotos de caza o de producción de madera han acabado por destruir el hogar de los corzos y dar prioridad a especies. Sin un profundo respeto hacia el bosque como hogar de la vida primera y esencial no hay futuro para los corzos y para otros muchos animales que viven en él y de él.

En el libro presente no sólo encontramos una historia personal, un texto que permite una profunda reflexión sobre lo natural y lo humano o un pequeño tratado sobre la etiología y la biología del corzo sino una perfecta fábula moral que parece impostergable y que está repleta de detalles sutiles que nos enseñan lo que son, lo que ven y lo que albergan los corzos que encontramos en los caminos cercanos a nuestras ciudades.

Pablo Javier Pérez López

Un Réquiem ético para Ángel Guinda

Más allá de que la poesía o su vehículo el poema sea un acto canibálico como decía Panero o un diálogo o una escucha en el misterio, también es y no puede colmar su ser si no resulta un acto ético, un acto de amor y de encuentro en lo humano, el famoso tú esencial de Machado.

Fuera de la poesía como competición y halterofilia o como una jardinería de snobismos y espejos espejitos, hay un lugar donde el poema es unión y fraternidad, humanidad compartida, voz comunal. Brines habló de la utilidad moral de la poesía y de que su función es sentir al otro y uno de los más innegables ejemplos de esto es la vida-obra de Ángel Guinda.

La poesía de Guinda, preñada y nacida del Misterio y atravesada de inicio a fin por la crueldad y la suavidad de la muerte, vale por sí sola y resulta estéticamente penetrante, rica y próspera para el lector, pero en la poesía de Guinda hay un envés ético inevitable que no solo tiene que ver con la identificación de los misterios habitados del propio autor, compartidos o no, sino con su comprensión de lo humano cotidiano y con una labranza continua de la amistad.

La ironía, la escucha, la sabiduría, el respeto, aprecio, estímulo y generosidad con los jóvenes autores, el cariño, siempre el cariño por el otro, no pueden desvincularse de su imagen poética, de un rostro que queda y perdurará en nuestra memoria. Una memoria generosa y repleta de esperanza y alegría trágica por la vida. Esta generosidad imposible de evitar, este darse, este sacrificio que toda poesía alberga alcanza ahora todo su más profundo sentido, antes intuido, con la desaparición física del poeta.

Recuerdo nuestros encuentros, nuestra última llamada telefónica, la generosidad infinita con correcciones de libros, los comentarios oportunos y siempre respetuosos, el cariño que tanto impregnaba y tan personal, tan poco corriente, tu ilusión por montar en los tranvías de Lisboa como ahora mi hijo Ángel tiene por montar en los caballitos del tiovivo, tu seriedad ceremonial en los actos literarios, tu humor agudo y trágico, y escatológico, y tu naturalidad para hablar de la enfermedad y la muerte, los días junto al Moncayo, y tu pudor tan bien disimulado y tu cautela para no herir a nadie, y tu amor por tus grandes amigos y por los poetas de otras tierras y otros mundos, y el dolor que querías ocultar en un cuerpo pequeño y un pecho tan grande. No pude, no quise, no supe, despedirme de ti. Ángel, ahora que estás en el mundo de “los muertos que nos viven” quiero que sepas que la bondad de tu rostro permanece suave en mi memoria y no podrá abandonarme. Ejemplo, maestro, amigo, poeta.