Un Réquiem ético para Ángel Guinda

Más allá de que la poesía o su vehículo el poema sea un acto canibálico como decía Panero o un diálogo o una escucha en el misterio, también es y no puede colmar su ser si no resulta un acto ético, un acto de amor y de encuentro en lo humano, el famoso tú esencial de Machado.

Fuera de la poesía como competición y halterofilia o como una jardinería de snobismos y espejos espejitos, hay un lugar donde el poema es unión y fraternidad, humanidad compartida, voz comunal. Brines habló de la utilidad moral de la poesía y de que su función es sentir al otro y uno de los más innegables ejemplos de esto es la vida-obra de Ángel Guinda.

La poesía de Guinda, preñada y nacida del Misterio y atravesada de inicio a fin por la crueldad y la suavidad de la muerte, vale por sí sola y resulta estéticamente penetrante, rica y próspera para el lector, pero en la poesía de Guinda hay un envés ético inevitable que no solo tiene que ver con la identificación de los misterios habitados del propio autor, compartidos o no, sino con su comprensión de lo humano cotidiano y con una labranza continua de la amistad.

La ironía, la escucha, la sabiduría, el respeto, aprecio, estímulo y generosidad con los jóvenes autores, el cariño, siempre el cariño por el otro, no pueden desvincularse de su imagen poética, de un rostro que queda y perdurará en nuestra memoria. Una memoria generosa y repleta de esperanza y alegría trágica por la vida. Esta generosidad imposible de evitar, este darse, este sacrificio que toda poesía alberga alcanza ahora todo su más profundo sentido, antes intuido, con la desaparición física del poeta.

Recuerdo nuestros encuentros, nuestra última llamada telefónica, la generosidad infinita con correcciones de libros, los comentarios oportunos y siempre respetuosos, el cariño que tanto impregnaba y tan personal, tan poco corriente, tu ilusión por montar en los tranvías de Lisboa como ahora mi hijo Ángel tiene por montar en los caballitos del tiovivo, tu seriedad ceremonial en los actos literarios, tu humor agudo y trágico, y escatológico, y tu naturalidad para hablar de la enfermedad y la muerte, los días junto al Moncayo, y tu pudor tan bien disimulado y tu cautela para no herir a nadie, y tu amor por tus grandes amigos y por los poetas de otras tierras y otros mundos, y el dolor que querías ocultar en un cuerpo pequeño y un pecho tan grande. No pude, no quise, no supe, despedirme de ti. Ángel, ahora que estás en el mundo de “los muertos que nos viven” quiero que sepas que la bondad de tu rostro permanece suave en mi memoria y no podrá abandonarme. Ejemplo, maestro, amigo, poeta.

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